domingo, octubre 10, 2010

Malas Costumbres - Enithzabel Castrellón


Entre varias obras nuevas de autores panameños, la FILPAN 2010 tuvo la amabilidad de regalarnos la presentación de MALAS COSTUMBRES de la panameña Enithzabel Castrellón Calvo.

Es menester señalar el Esfuerzo Editorial de FUGA, de Carlos Wynter y todo su equipo de trabajo.

A Eni la conozco desde nuestro Primer Año de Universidad, hace poco en realidad, ya que el tiempo es una ilusión. A su esposo, Benigno, desde nuestra infancia, hace un poquito más: El mundo es un pañuelo.

Y en estos relatos que Enithzabel Castrellón Calvo nos trae como nuestra, vemos la Universalidad y la Intimidad, el ojo de quien observa el Universo sin perder la Individualidad.

Auguro más obras de Eni, a la vez que celebro que Panamá LEA y ESCRIBA. ¡VIVA LAS NUEVAS LETRAS!

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UN HOMBRE COMO ÉL

La vio. Estaba allí, absorta en sus pensamientos. A los ojos de cualquiera parecerían dos extraños. Qué sabía nadie si algún día vivieron una historia tan intensa, tan irrepetible, tan fatal.

Los hombres como él no sufren por amor, no añoran una caricia, porque pueden comprar mil. No extrañan, porque les sobra compañía. Los hombres como él no lloran, no saben cómo; además, no tienen tiempo, tratan de incluirlo en su agenda, pero su horario es tremendamente limitado. Los hombres como él diseñan un mundo perfecto, y luego lo habitan.

Pero un hombre como él la amaba. No sabe desde cuándo, quizás desde siempre.
Recuerda la primera vez que le sonrió, calculador, dispuesto a derribar cualquier obstáculo para conquistarla. Recuerda su respuesta indiferente, el desconcierto que sintió ante su desdén. Recuerda ir descubriendo una mujer que lo tentaba, lo sorprendía, lo confundía, más por su alma que por su cuerpo. Y que quede claro que si un hombre como él invertía tanto tiempo en una mujer era porque realmente le interesaba el cuerpo. Recuerda empezar a extrañar su compañía, su conversación, sentir cómo el espacio ―su espacio― se llenaba con esa suave presencia hasta no dejar cabida para nada más. Recuerda el día exacto en que su universo perdió sentido, la certeza de que en adelante solamente existiría ella: el día en que entendió que él era apenas la mitad de una ecuación sin resultado, si no la sumaba a ella.

Y, cuando más la amaba, cuando sintió que sin ella no podría respirar, cuando su voz logró el milagro de hacer salir el sol, y el simple cerrar de sus ojos lograba eclipsar las estrellas, la dejó ir. Sin una explicación, sin un porqué. Los hombres como él no dan explicaciones, ni siquiera a sí mismos.

Le desgarró el corazón, la herida era casi tan profunda como el amor que algún día sintió por él. El dolor, tan intenso, tan absurdo, tan irreal.

La vio alejarse y, casi en el mismo instante en que cruzaba la puerta por última vez, el hombre supo que su alma (si es que los hombres como él tenían una) se había ido agazapada, escondida en la maleta junto al cepillo de dientes y el libro de Neruda, confundida entre recuerdos sin saber a ciencia cierta a quién pertenecía ahora.

Pero su decisión era irreversible. Solo un hombre como él podría entender por qué. Bueno, tal vez.

Desde entonces, una máscara de piel y acero cubre con sonrisas el verdadero rostro de la soledad, de la amargura, quizás del arrepentimiento… Vivió a tal velocidad que no le quedó tiempo de pensar, de escuchar los gritos del vacío que ocupaba ahora el lugar de su silente corazón.

Y ahora ella estaba allí, y las certezas que algún día creyó tener, las decisiones con las que creyó poder vivir, colapsaban.

Se quedó parado sopesando sus opciones, escuchó los débiles latidos de un corazón que hasta hace unos instantes hubiese declarado desahuciado.

Sin saber por qué, la mujer levantó los ojos y cruzó la mirada con los suyos, aquellos ojos que hace ya tanto tiempo, la reflejaron enamorados, aquellos que con un simple parpadeo la destruyeron con un adiós que le partió el alma en dos. Pasaron algunos minutos, el hombre no podía definir lo que había en la mirada de la mujer, tristeza acaso. Aunque por un instante creyó… ¿Sería el brillo de las estrellas?, le pareció tan solo un destello, pero quizás…

Ella caminó, y el hombre supo que era el momento definitivo, su última oportunidad. Quiso abrazarla y sostenerla para siempre, quiso gritarle y decirle cuánto la amaba, quiso besarla y dejarle saber que nunca la había olvidado, que jamás la dejaría ir.

La mujer se detuvo frente a él. El hombre sostuvo su mirada sin emitir un sonido. La mujer se alejó.

Se quedó inmóvil, quién sabe cuánto tiempo. Sabía que debía hacer algo, pero no precisaba exactamente qué. Los hombres como él no saben qué hacer cuando dejan pasar su destino de largo, por última vez.

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IDA Y JOSEF

Los recuerdo muy bien, Ida y Josef, dueños de la tienda de la esquina. Habían llegado a Praga hacía años, y se habían acostumbrado tanto a la ciudad que ya eran parte de ella. Ida y Josef, siempre sonrientes, siempre laboriosos, siempre atentos. Juntos trabajaban en su tienda durante el día. Ida cantaba mientras atendía a los clientes, Josef sonreía complacido. Por las tardes, Ida daba clases de piano en un saloncito al fondo de la tienda. Al cerrar cada noche, Josef la abrazaba y bailaban un vals silencioso que únicamente ellos escuchaban, hasta el día siguiente.

Recuerdo cuando Ida y Josef eran los vecinos del 135, los padres de Welwel y de la niña del traje azul, los que vendían los mejores pasteles, los que me regalaban dulces y acariciaban mis cabellos preguntándome la razón de mis lágrimas, cuando algún disgusto en el colegio me hacía llorar.

Recuerdo muy bien a Ida y a Josef, desde muy temprano en la puerta de su tienda, listos para empezar el día. «Buenos días, señor Wojkiewicz, linda mañana», saludaba Ida a uno de sus clientes habituales. «Gracias por su compra, señora
Wajda, vuelva pronto» era la eterna despedida de Josef.

Recuerdo que las cosas cambiaban, la ciudad se agitaba. Ida y Josef, algo preocupados, pero siempre sonrientes, repetían su vals nocturno como para acallar el ruido de las botas que martillaban las calles ya muy cerca.

Y así llegaron los alemanes y, por alguna razón que no comprendí entonces, Ida y Josef no fueron más los vendedores de pasteles, los padres de Welwell y de la niña del traje azul, ni los vecinos del 135. Ahora Ida y Josef eran solo judíos.

La clientela empezó a escasear, tal vez por miedo, por indolencia o quizá resignación. A veces ella aún cantaba, él ya no sonreía. Ya nunca bailaban.
Los uniformados llegaron un día, y al siguiente Ida y Josef ya no tenían tienda, ni lecciones de piano, ni vals, ni nada. Puedo verlos claramente fregando las aceras de las calles junto a tantos otros vecinos. Antiguos clientes se reían, se burlaban, los despreciaban. Era como si una línea invisible los hubiese separado del resto del mundo, como si ya no los reconocieran, como si no los recordaran.

¡Pero si son Ida y Josef!

Josef fue detenido y enviado junto con su familia a Theresienstadt. Ida ya no cantaba. Atrás quedaban Praga y los recuerdos; ahora, la incredulidad y la incertidumbre eran el eco de sus pasos hacia el abismo.

La travesía fue interminablemente penosa, hicieron cuanto pudieron para proteger a sus hijos. Lucharon como fieras por mantenerse juntos, trataron con sus brazos de resguadarlos del frío, y con sus almas de cubrirlos del horror. Pero ya Welwel y la niña del traje azul habían comprendido que su mundo había desaparecido. Welwel y la niña del traje azul no preguntaban, no hablaban, no lloraban. Ya nadie cantaba, ya nadie reía, solo sostenían sus manos con fuerza, como si apretándolas pudiesen retener los pedazos de esa vida tan lejana, en algún otro tiempo tan feliz. Lo habían perdido todo, y aún sumidos en la nada se apoyaban el uno al otro, siempre juntos, siempre fuertes, siempre Ida y Josef.

Al llegar a su destino nada pudieron hacer por permanecer unidos, no había excepciones, ni lástima, ni piedad. Welwel y la niña del traje azul fueron llevados con otros niños a un área reservada para ellos. Las mujeres y los hombres fueron separados. No más Ida y Josef.

Los días, los meses, ¿serían años?, parecían interminables, impensables. Las fuerzas se agotaban, el espíritu se extinguía, solo la esperanza de sobrevivir para reencontrarse con los suyos sostenía los corazones de Ida y de Josef.
Los altavoces ordenaron a la población de Terezin presentarse para una inspección general. Se elegirían los ocupantes del próximo «tren de trabajo». Ida, Josef y muchos otros habían comprendido ya el destino final del llamado «cargamento especial». No era la primera vez que el tren partía del andén repleto de rostros atormentados, resignados, y de algunos otros, pocos, aún esperanzados, creyendo, o queriendo creer, que hallarían una salida. Invariablemente, el «tren de trabajo» volvía vacío, siempre vacío. Auschwitz, habían escuchado. Cámaras de gas, alguien había susurrado.

Ida vio a Welwel y a la niña que solía vestir el traje azul frente al grupo de los chicos y su corazón se detuvo. Por un momento olvidó el tormento, creyó saborear en sus labios unas gotas de aquello que algún día llamó felicidad: habían sobrevivido. Solamente despegó los ojos de Welvel y de la niña que solía vestir el traje azul para tratar de encontrar a Josef, su amado Josef.

A veces uno a uno, otras por grupos, siguiendo algún torcido sentido tal vez, o al azar, quién sabe, poco a poco el tren fue llenándose de elegidos, de pasajeros, de condenados. Welwel y la niña que solía vestir el traje azul fueron seleccionados. De un empujón fueron llevados a la fila que se dirigía al tren. Antes que Ida pudiera reaccionar, un grito desesperado se escuchó entre la gente: Josef se abría paso entre los prisioneros.

Josef corrió, tratando de alcanzar el andén, intentando protegerlos, queriendo salvarlos. Ida hizo otro tanto, apartando gente a empujones. Una vez más, Ida y Josef, una vez más juntos, unidos, luchando.

Un eco sordo rasgó el silencio, tiñendo de rojo los desgastados zapatos del vendedor de dulces. Un mortal disparo, seco, fatal. El tiempo se detuvo por un breve instante, lo suficiente para ver desplomarse el cuerpo ya sin alma de quien algún día fuera Josef.

Sin pensarlo, Welwel corrió hacia él. El dolor y la impotencia reemplazaron al miedo que hasta entonces paralizaba su corazón. Se abalanzó contra el alemán, con el coraje de quien ya todo lo ha perdido. Aún con lágrimas de niño, reclamaba la vida del padre, del héroe, de Josef.

Un segundo estallido implacable. Silencio. Así llegaba el final.

Ida no gritó, no lloró, solo caminó en silencio hasta la niña que solía vestir el traje azul, la empujó de vuelta hacia los demás prisioneros y tomó su lugar en la fila. «Una judía por otra», dijo, mirando al alemán directo a los ojos. El uniformado siguió su camino sin inmutarse, le daba lo mismo, ya se había divertido bastante.

El tren inició su lento recorrido, el chirrido de las ruedas y el crujir de los rieles fueron los acordes que acompasaron el adiós. Justo antes de partir, Ida levantó su mano derecha y la puso sobre sus labios, un último gesto, un último beso, por Josef, por Welwel, por la vida que jamás volvería. Y así se alejó, regalándole a su hija lo único que le quedaba, aquello que no le habían arrancado aún, la última esperanza.

Mi nombre es Sophie, sobreviviente de Theresienstadt, recuerdo bien a Ida y a Josef, los del 135, los vendedores de pasteles, los bailarines de vals, los padres más amorosos que esta niña de traje azul pudiera soñar.

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CANCIÓN DE DESPEDIDA

La penumbra envolvía la casa como una telaraña de recuerdos. Los salones vacíos, mudos, abandonados. Algunos muebles apiñados en las esquinas se hacían solitaria compañía. La creciente oscuridad transformaba las memorias de un pasado reciente en sombras y olvido. No quedaba nadie.

El viento se colaba por una ventana imitando el quejido de un violín desgastado, sus acordes acompañados únicamente por la voz, esa dulce voz que desde la planta alta retumbaba en las paredes.

―Mami, te quiero ―decía Daniela mirándose al espejo, los cabellos rubios y rizados que le llegaban hasta la espalda, sus mejillas rosadas y pecosas.― Mami, te extraño ―exclamaba, y las largas pestañas que enmarcaban sus ojos verdes parpadeaban amorosas. Tenía la mirada fija, como ausente.

Daniela siempre dulce y cariñosa, sus frases y su risa llenas de ternura y amor. Llevaba su vestido azul de fiesta y los zapatitos de charol negro. Era hermosa, frágil, de voz melódica. Ahora se encontraba sola, inmóvil, abandonada en el piso de lo que algún día fuera la habitación de una niña feliz.

―Mi mamá es la más linda, mi mamá me quiere mucho ―cantaba Daniela.

Y el silencio parecía hacerle coro a su canción, tal vez de despedida. Llevaba ya horas repitiendo las mismas frases, siempre iguales, siempre tiernas, siempre dulces, acaso un poco más lentas cada vez.

―Mami, te quiero. Mami, te extraño ―continuaba, y la voz se escuchaba ya más queda, más apagada, más olvidada.

¡Bam! Suena de repente un portazo agrietando el silencio como un punzón sobre un trozo de hielo. Los pasos recorren la planta baja de un lado al otro en una desenfrenada búsqueda. La voz, consumiéndose, repite sin cesar:

―Mi mamá es la más linda, ―Los pasos se acercan por la escalera.―mi mamá me quiere mucho ―sigue cantando Daniela, ajena a la presencia en el pasillo, con la mirada siempre en el espejo, aún fija, aún ausente. Los pasos se acercan cada vez más, decididos, impacientes, directamente hacia Daniela. Vienen por ella, están a punto de encontrarla.

―Mami, te quiero ―dice una y otra vez la voz, los pasos del corredor ya a punto de alcanzarla―. Mami, te extraño ―Y la mano gira la perilla, abriendo de un tirón la puerta.

―Mi mamá es la más linda ―sigue cantando Daniela cuando finalmente entran a la habitación, la levantan por un brazo del piso y, sin mediar ni una palabra, la arrastran escaleras abajo,―mi maa-má me quiee-re muu-cho ―dice Daniela sin parar, aunque ya su voz no es más que un susurro ahogado a punto de extinguirse―. Maaa-mi, te quiii-ee-ro ―dice len-ta-men-te Daniela cuando finalmente y de golpe la suben al auto―. Maa-mi te… ―intenta decir por última vez, pero su voz se apaga sin remedio.

El auto arranca a toda prisa, dejando atrás la casa, el silencio y los recuerdos. La niña se limpia las lágrimas. Había sentido terror al pensar que no volverían a estar juntas. Ahora solo tendría que cambiarle las pilas a su muñeca para que volviese a cantar.

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2010 (c) - Enithzabel Castrellón Calvo

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