domingo, noviembre 28, 2010

Saludo a Luz Lescure

EL CÓDIGO DESCIFRADO
Dimas Lidio Pitty


Algunos seres nacen para mirar las cosas por dentro, y lo hacen con asombro y con ternura. Son como la luz o como el agua: penetran por los intersticios e iluminan y refrescan el interior de las criaturas y de los objetos. En la antigüedad recibieron el nombre de poetas, porque la gente supuso que había en ellos algo de extraordinario o de mágico, mejor que en el resto de los mortales y traducirla en palabras. Así, desde los primeros tiempos, a lo largo de milenios, en la fatiga de los días populosos o en el reposo de las noches solitarias, la poesía ha acompañado cada hecho de la experiencia humana.

Esto quiere decir que la poesía es, inicialmente, humanidad y vida; luego, vislumbre o expresión de la armonía secreta que rige los vínculos del hombre con la realidad. Henry Miller, ese taumaturgo y rebelde de la literatura anglosajona, opinaba que "El escribir, como la vida misma, es un viaje de descubrimiento. La aventura es de carácter metafísico: es una manera de aproximación indirecta a la vida, de adquisición de una visión total del universo."

Entonces, desde esta perspectiva --tan válida como cualquier otra para aproximarse al hecho literario-- todo poema es, además de un acto de amor, una revelación. En su sentido último, es parte de un código parcial y fugazmente descifrado, pero en esencia, siempre impenetrable. También es la crónica de un asedio, de una investigación y la propuesta de un orden. Cada poema es una condensación de respuestas alcanzadas que engendran nuevas interrogantes, en un proceso que no tendrá fin mientras el hombre aliente sobre la Tierra. Dioses, sueños, paisajes, amaneceres, esperanzas, demonios, monstruos, derrotas, ocasos, soledades, príncipes, mendigos, cosas grandiosas o mezquinas pueblan y sustentan el orbe de la poesía. Y en el centro está el hombre, que en cada poeta vence y canta el prodigio de vivir.

Algo hay de milagroso y de divino (por humano) en una metáfora feliz, en un verso sin fisuras. En los grandes poemas palpita el hombre que ha sido y que será. Pasado y futuro, inteligencia y emoción convergen y se condensan en un punto, en un destello de eternidad. Y ello acontece porque iluminar la vida es la función esencial de la poesía.

Estas reflexiones, como tantas otras cosas, vagaban sumergidas en mi sangre y han aflorado al contacto de dos libros de poemas de Luz Lescure: Trozos de ira y ternura y La quinta soledad. Ambos títulos vienen amparados por el sello de Ediciones Tareas, que entre nosotros es sinónimo de tenacidad y entrega de un hombre a los desvelos y sacrificios de la cultura.

Hasta hace unos días, Luz Lescure era una autora desconocida para mí. La primera noticia acerca de ella la recibí a través de una reseña del maestro Ricardo J. Bermúdez. Ahora sé que proviene de la tierra chiricana, pródiga en espíritus sensibles, que ha viajado por distintas latitudes y que ha buscado en gentes y ciudades lejanas el inigualable sentido de la vida y los rostros velados del amor. Eso es lo que me han dicho sus poemas. "No es mucho", pensarán algunos. pero es suficiente para percibir la brega (agonía, diría Unamuno) de una mujer por revelarse a sí misma, por reconocer y aprehender sus propios rasgos en los múltiples pliegues de la realidad.

Paul Éluard, quien contaba con autoridad para hablar de estas cosas, decía que el poeta debe ir "del horizonte de un hombre al horizonte de todos". En una suerte de paráfrasis vital. Luz Lescure parece haber acogido esta divisa. ha ido de su terruño al mundo y, finalmente como les acontece a los auténticos creadores, ha entendido que el mundo está en todas partes: también en su terruño. Ha comprendido que allí, en las faldas del Barú, donde "El viejo bajareque/ encanecía en las tardes/ mi pueblo en la montaña" (al igual que en los promontorios de Creta, en los museos y bulevares de París o en las hojas mustias del otoño en Estocolmo) a cierta hora del alba o del atardecer, bajo la llovizna o a pleno sol, el paisaje y las cosas muestran su cara verdadera, esa que sólo es visible al rescoldo de la poesía.

Realmente, complace que Luz Lescure --una voz cálida y entrañablemente femenina-- se sume al coro de la poesía panameña. De ella cabe esperar lo que, según dicen, pedía Goethe en su instante postrero: "¡Luz, más luz!". En su caso, Luz Lescure está doblemente obligada: por su talento y por su nombre.

Panamá, 16 de enero de 1993.

-===
Publicado en el Boletín de la Academia Panameña de la Lengua, Sexta Época, No.2, 1999.
-===

No hay comentarios:

Publicar un comentario